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Hace un tiempo dejé de contar el número de peregrinos que pasaban por esta calle. No fue fácil dejar de hacerlo. Era lo único que me ayudaba a encoger el tiempo. Pero tenía que aceptarlo, de un momento a otro perdí mi talento. Ya no era lo mismo que antes. No lograba diferenciar entre un turista y un peregrino. Y hasta a veces me confundía con los locales. Había perdido mi olfato ya no valía la pena seguir contando. Les confieso que fue difícil dejar de hacerlo y perder el control de lo único que me pertenece: este pedazo de calle. Sobre todo tan cerca del año jubilar, dicen que vendrán 35 millones de peregrinos. Me acuerdo aún del 2000 cuando millones hacían filas para llenar sus botellas, al parecer algunos lo hacían para tomarla y otros para que se alguién se las convirtiera en agua bendita. No sé qué hizo el agua para ser maldita y por qué o cómo debe ser bendecida, pero lo que me gusta es que paren por acá, que hagan filas, y verles las caras uno a uno mientras llegan sus botellas. Que esperen por llegar hasta mí. A veces me pregunto si a los otros les pasa lo mismo. Me imagino que sí y eso me da tristeza por qué quizá no soy tan importante. He oído que en esta ciudad tiene 900 iglesias, entonces quizá toda la ciudad estará repleta de buscadores de agua, o ¿será que sólo vienen por acá? ¿cerca de mí? ¿a la Basicilica de San Pietro? Me gusta pensar más así. Pero yo a ustedes no les puedo decir mucho más, soy una mera fuente y no sé nada. Y ahora ni sé distinguir entre turistas y peregrinos.
Ahí estaba yo dentro de ese bus, no iba para ningún lugar o si iba para algún lugar no me acuerdo. Fue en el verano del 2019, cuando había decidido escribir dentro de los buses. Hacía demasiado calor como para quedarme dentro de mi casa y mi bolsillo no me daba para pagarme un aire acondicionado. Como era de esperarse ese verano no terminé escribiendo nada, en mi ecuación perfecta no había contado con mi terribles náuseas cada vez que leía o escribía algo en el bus. Así que me dediqué a ver gente para luego olvidarla al instante. Quizá la excepción fue ella y más que ella fue su chaqueta. ¿Cómo era posible que una silueta de quizá 50 kilos estuviese cubierta de 5 kilos de plumas de ganso en pleno verano? Yo tratando de sobrevivir a uno de los veranos más calurosos de Roma y ella con una chaqueta y cargando una maleta grandísima. Algo físicamente imposible. Su silueta delgadísima se veía pesadísima entre tantas cosas. Traté de darle mi asiento y sin mirarme me agradeció en romanesco perfecto. Era imposible que fuera de acá. Su cuerpo se balanceaba de un lado a otro sujetada de la barra de bus con la mano derecha. Estuvo en el bus más de media hora pero no la ví nunca sacar su mano izquierda de su bolsillo.
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Un anciano pasa la calle sin ver a ambos lados
Una moto pita para recordarle que su vida puede acabar
Dos amigos se encuentran con sonrisas petrificadas por décadas sin verse
Una mujer trata de evitar las heces de un perro
Un perro toma agua
Roma declara estado de emergencia
Un hombre se limpia el hombro
Una paloma lo acaba de cagar
Dos amigas se ríen viendo la pantalla
Un ejecutivo le grita a su teléfono
Un perro orina la fuente
Las autoridades pueden realizar trámites burocráticos para imponer un racionamiento
Un adolescente posa siguiendo las instrucciones de su novia
Un hombre pone su cabeza bajo la fuente
Una pareja comparte un pedazo de pizza
Una mujer se quema el paladar con un tomate caliente
Un hombre toma agua
Los de 650 kilómetros del Po no son suficientes en épocas de sequía
Un perro toma agua
Hoy cerraría la tienda más temprano.
Hoy lo haría.
Esta vez sí.
Se lo había prometido. Era una de aquellas promesas que hacía
pretendiendo tener algún control de su propio destino.
Sí, sí, y sí. Repetía esa sílaba mientras limpiaba el contador.
Los clientes llegaban como olas que no cesan de llegar, pero aquellas que llegan antes de cerrar ,lo sacudían como un tsunami. Perder el horizonte, tratar de sacar la cabeza, buscar aire, tomar agua, salir, respirar, tomar agua, respirar y levantarse con la boca que sabe a sal.
Hoy no le importaría cuán fuerte sería la ola , cerraría y se iría tan rápido como pudiese. Sí, sí, sí. buona sera. Esta vez entraba un grupo de amigas adolescentes que claramente demasiado jóvenes para comprar esas latas de cerveza, pero qué le importaba ya, poco a poco había aprendido qua, in questo paese non devi contradire nessuno, non devi cambiare nulla, sei qua solo per ringraziare e basta. L’Italia se ne fregga di te, tu dovrestri freggartene di loro Alguien le había dicho cuando llegó.
Ahí llega otra ola. Esta vez con olor a tufo y sudor. Seguro tendrían diez años menos que él, pero era difícil saber con esos disfraces ridículos de despedida de soltero. El grupo se separó en dos, los más sensatos fueron hacía las neveras a buscar más cerveza, más vino, más vodka. Los otros, entre risas, empezaron a jugar con los suvenires: se hacían videos con los sombreros, los delantales, las gafas.
Cuando se despertó estaba en el piso, en su boca el amargo sabor a hierro. La luz neón de la ventana que dibujaba “Aperto” lo trajo a la realidad. La brisa nocturna de verano llegó por la puerta, así como el acordeón con alguna canción romántica para los turistas. Ya era pasada media noche, no llegaría a la cena. Una lágrima cayó por su mejilla y no por el dolor que cargaba cada uno de sus huesos.
No se habían llevado mucho, solo un par de botellas, unas gafas I corazón
Roma, y un delantal con el David de Michelangelo descabezado.
Mañana haría el inventario, mañana limpiaría el piso, y mañana
reportaría todo a la policía. Soltó una carcajada y no lograba parar de reír.
Quizá al fin y al cabo era uno de ellos. Ja ja ja y esta vez no contenía sus
lágrimas de risa. ¡Por favor! reportar a la policía. Repitió en voz alta y
tendido en el piso soltaba carcajadas de la imagen absurda de esperar
protección de las fuerzas del orden.
El reloj marcaba las diez.
24 grados marcaban las luces verdes led de la farmacia.
Datos de interés para los meteorólogos y para iniciar conversaciones con absolutos desconocidos, pero que tienen que ver poco o nada con la historia, de ella ni de usted. Lo que su estómago registraba eran las 16 horas que había pasado sin comer y su cuello la huella de una almohada demasiado grande, demasiado dura.
En todo caso daba igual, estaba en un periodo de creer que ella misma era un peligro, que su lógica tenía un sólo patrón: la autodestrucción. El Phaal Curry le daba gastritis, el brócoli gases, el sol urticaria y el café le irritaba el colon. Sus gustos la llevarían a una úlcera. El doctor le había recomendado hacer ejercicio, pero la natación le dió tendinitis y correr un tobillo esguinzado. No importaba por dónde lo veía, sus gustos la estaban partiendo por pedacitos.
Caminar tanto tiempo para encontrar agua.
¿Será que nadie le había dicho que acá el agua se compra? Que esas fuentes se han convertido en monumentos inertes como todo en esta ciudad postal. Ciudad monumento. Ciudad foto. Ciudad de turistas que pretenden ser locales.
Sus zapatos se encogían alrededor de sus pies que se debatían entre estar hinchados o recubrirse de ampollas. Ya faltaría poco para llegar, no era posible que todo fuera tan lejos. Sabía que podía usar metro, bus, taxi o uber, pero algo le decía que tenía que entre más tarde llegase a ese lugar era mejor. Es más, su intuición le decía que no debía haber vuelto a esta ciudad nunca, pero si iba a autodestruirse por dentro mejor hacerlo todo de una vez.
La fuente estaba ahí. No había cambiado nada, estaba a pocos minutos de llegar. Rellenó su botella y de un solo sorbo la bebió toda.
CONTINUE HEREInmóvil se quedó mirando ese portón. La humedad era insoportable y el sonido de las motos, entrecortado por un par de groserías, le recordaban que la ciudad seguía. Le giraba la cabeza, eran incontables las veces por las que había pasado por ese portón, sus ampollas estaban a reventar.
Timbró.
Mientras subía las escaleras. Olvidó todo. Como un automatismo empezó a repetir la conversación en todo calmado y preparó su expresión postiza que lograba esconder su más grande asco y odio. Sería todo tan tranquilo, tan civilizado en esta cuna de la civilización. He venido a pedirte perdón, le diría, vuelvo a casa con ustedes. Scusami. Un piso más por subir. Scusami, lo repetía en su cabeza como un mantra venenoso. Volvería, volvería, así todo sería más fácil. Así hasta el último escalón se iba convenciendo de aquella auténtica mentira.
Sus pasos se volvieron firmes, su cabeza más erguida y cada uno de sus gestos más ligeros. Sabía exactamente donde él guardaba su pasaporte. Tomó el de ella y en un instante lo escondió en su cintura.
Sin decir nada, sin despedirse salió por la puerta. Mientras oía sus gritos y sus amenazas aceleró sus pasos. Todo eso ya no le importaría. Al fin podría salir de esa jaula de cemento.
Mi cuerpo no me fallaba. Ya no necesitaba poner alarma, una coincidencia afortunada porque mi reloj, celular y hasta paciencia no tenían pila. Mi vejiga, arbitrariamente ordenada, decidía diariamente la hora de despertarme. Ese instante decidía el resto de mi día. Orinar y salir.
Era vital ir a buscar agua inmediatamente. Salir antes de que la ciudad despertara. Miento, la ciudad siempre vive, palpita y hasta patea, yo eso lo sé más que nadie. Pero antes del alba la ciudad nos pertenece. Nosotros transitamos sus arterias. Nosotros los que tenemos uniformes o los que no tenemos nada.
Cuando sale el sol ellos sí se levantan y es ahí cuando nos escondemos. Que peligro que ellos nos vean. Menos mal tengo mi vejiga y alcanzo a llegar a la fuente antes del alba. Recoger agua es lo único que quiero. es lo único que siempre he querido. Quizá por eso no me quisieron a mi, por no querer más, no ganar más, no acumular más. Y nunca he querido más de lo que tengo. Sólo agua, un poco de agua.
Yo vine acá para esconderme, no sé para qué vinieron los otros. Y la verdad, eso me tiene sin cuidado.
Pero hoy mi cuerpo me falló. Me desperté y el mundo ya avanzaba. Las calles a esta hora me eran ajenas. Evadir miradas y escapar cuerpos, un juego peligroso que no podía evitar. Necesitaba agua.
Deambulé temeroso por las primeras calles,
saltando
de sombra
en
sombra
No tuve que recorrer muchos metros para que fuese más claro:
Las miradas no debía evadirlas: se bajaban rápidamente, fijaban el piso, la pared, el celular.
Los cuerpos de los que trataba escapar, se alejaban de mí, cambiaban la acera, me huían.
Me había hecho invisible.
There is a certain kind of person that definitely cannot mind their own businesses. As if the life of others were their only purpose on this earth. Those people that are affected so deeply by the existence of others.
And even if those kinds of people are easily hated by everyone. It was, without any doubt, her favorite kind. For her they were the oldest kind of CCTV, the timeless gossipers. Storytellers with big eyes. The embodiment that we are never fully alone.
So, as a way of private amusement, she got used to doing everything to feed their endless curiosity. Dress provocatively, bring the most eccentric people and fit her time schedule as random as she could.
Their eyes will always follow them as she was hosting a real life theater. Her neighbors behind the curtains: her ungrateful audience that needed her to feel better with their own life. Her: the protagonist.
Today she was proud. The neighbors will speak, nobody will forget how she was dressed.
Habíamos puesto cinco alarmas. Salir de la casa a las cuatro de la mañana, si bien era la cotidianidad de muchos, para nosotros siempre ha sido una odisea que no sólo requería planeación, sino que supone un tránsito intestinal acelerado. Como era de esperarse, pasamos una noche fatal, quizá tan horrible como las de los padres con hijos pequeños en tiempos de virus. En un estado de duermevela que nos mantenía atentos al más mínimo ruido. Sobre todo, deben saber ustedes, que nosotros vivimos en un pequeño apartamento del centro de la ciudad, que más bien debería ser llamado caja de cartón o caja de resonancia porque amplifica extrañamente tanto los ruidos de afuera como de adentro de las paredes.
Y aunque habíamos decidido que dormir un poco antes del gran viaje era lo más adecuado, era imposible conciliar el sueño.
Un carro pita.
- ¿Será que dejaste la tarjeta con el pasaporte?
El vecino ronca.
- ¿Deberíamos llevarnos tantas maletas? Seguro hay cosas que podemos comprar allá.
Una vespa pasa por la calle.
- ¿Estás seguro que dejaste todos los líquidos en la maleta de carga ?
Alguien sube por las escaleras.
- No se nos olvide recoger los celulares que están cargando.
Quedan dos horas para la primera alarma y no hemos dormido. Imposible conciliar el sueño. No podemos permitirnos perder este vuelo.
Entre ruidos sueño que llegamos al aeropuerto sin los pasaportes. Me despierto con un nudo en la garganta. Queda una hora y cuarenta y cinco minutos para la primera alarma.
No vale la pena seguir en esta batalla. Voy a tomar un vaso con agua y me siento en la mesa del comedor. Nosotros vivimos con las ventanas abiertas, sin cortinas, quizás nunca quisimos comprarlas, quizás nunca tuvimos tiempo. El edificio de enfrente está tan cerca que no se necesitan binóculos para saber qué está pasando.
Los de enfrente, ellos sí tienen cortinas. Ellos dejan la ventana cerrada: no hay nada que ver. Sobre todo a horas tan absurdas como hoy y en un otoño como este.
Poco nos íbamos a esperar que un día como este ocurriría algo así.
La ventana se abre como un telón de teatro de un mundo robótico. Se abre hasta la mitad: no más, no menos. Entonces sale él, un hombre de unos cincuenta años con una barba canosa y espesa. Yo diría que es la imagen precisa del Quijote, al menos esa es la idea que siempre me he hecho en mi cabeza.
Continue hereGo to the beginning of the story
Él mira hacia afuera, yo lo veo desde la mesa, yo lo veo y él no me ve. Mira a la calle, una, dos, tres veces y se va. Empieza a abrir la ventana y sigue subiendo la cortina de manera tan acelerada que chillan los tornillos con ese ruido de las puertas viejas.
Veo su silueta alumbrada por los faroles de la calle. No es claro entender las proporciones de su cuerpo ni de su casa. Su cuerpo es tan grande y desmesurado que todos los objetos de su casa se ven diminutos a su alrededor. Mueve lentamente su cuerpo y aún así parece tropezarse de esquina en esquina. Parece estar sólo, sin embargo su alrededor parece en movimiento. Quizá es el reflejo de las luces de la calle a su alrededor. La ventana está abierta, uno a uno salen pequeños cuerpos, que parecen pájaros o hojas, uno a uno de manera ceremonial.
La primera alarma suena.
He empezado a perder cosas
Todo empezó con un guante extraviado
Una bufanda en un bus
Una media en la secadora
Un billete en un pantalón
Ando perdiendo también gente
Cada vez que cambio de aeropuerto
De ciudad
De clima
Las pierdo en otras latitudes
Pierdo también la paciencia
El control de esfínteres
Las ganas de cenar
Y las llaves de la casa
Últimamente pierdo tambien vidas
Y para no perder la mía
He empezado a dejar crucecitas en las esquinas donde fui alguien
Si ustedes me preguntan les diré que estamos acá para celebrar nuestro aniversario. Ustedes nos felicitarán, que cuántos años juntos, que cuántos hijos ya, de quién fue la idea, que belleza Roma, que romántico, que cliché, que mala idea venir a esta ciudad en pleno verano la próxima vez vengan en primavera.
Si la aduana me pregunta, diré que estamos acá de turismo para comprar uno que otro imán para la nevera y un par de muñequitos de madera de Pinocchio para los sobrinos. El señor se apurará a sellar nuestros pasaportes. Pensará cómo los turistas somos todos un poco descerebrados y un poco predecibles.
Si el dueño del airbnb me pregunta diré que estamos acá para probar una la verdadera pasta, los verdaderos gnocchi y un delicioso capuccino. él nos dará la razón, es una simple evidencia, se enorgullecerá no hay ningún lugar en el mundo en el que se coma tan bien como en Italia.
Pero ya que nadie me pregunta nada, no necesito mentirles.
El café chamuscado italiano no me gusta, de hecho prefiero el té y soy
alérgica al gluten. No vine acá por ninguno de esos souvenires chatarras, ni
para ver esta ciudad llena de heces de perro en las aceras y colillas de
cigarrillo. Viajar me puede tener sin cuidado.
Yo vine acá para perderme de mi, para perderme de él.
Aunque sabía que iba a caminar muchísimo hoy, no se imaginaría que desde ese mismo día nada sería igual. Tomó tres largos sorbos de la botella, aquellos sorbos tan largos que no acaban de llegar a la tráquea cuando ya se han evaporado en sudor. Con más calma volvió a llenar la botella. Y en un instante la guardó, al darse cuenta que iba irremediablemente tarde, más tarde que nunca. Las ampollas de sus pies le impedían concentrarse en lo que diría cuando lo viera. Había repetido y soñado muchas veces ese encuentro y ahora no sabía qué hacer.
Le quedaban aún un par de kilómetros por caminar. Dicen que los pasos despejan la cabeza, así recordaría esos discursos elocuentes que había repetido millones de veces en frente del espejo del baño. Pero el sol picante estaba inclemente y la atmósfera húmeda desapacible hacía parecer todo esto una idea de locos.
CONTINUE HEREQualcosa quà dava voglia di fuggire. Sarebbe l’aria pesantissima, il rumore della piazza, o il buio di questa cucina che non lasciava entrare un po’ di sole? Aveva immaginato questo momento tante volte, ma adesso il suo corpo diventava così piccolo che la gola stringeva le parole prima di uscire.
Come si permetteva dire tutto quello? Lei la figlia perfetta: col marito, il
cane e i due bambini biondi. Lei non ne sapeva nulla. Mai l’aveva conosciuta
veramente anche se condividevano lo stesso cognome e, secondo lo specialista,
anche le stesse malattie. Le parole si affollavano così tanto che perdevano il
senso nella sua testa. Andare fuori, prendere un po’ d'aria, aveva bisogno
d’uscire da qua. Aveva bisogno d’un caffè dopo essere stata 16 ore in un
aereo. 13.354 chilometri per pensare cosa dire, come finirla tutto e adesso
poteva pensare soltanto in un maledetto caffè. Ripeteva nella sua testa “Anche
tu mi sei mancata.” sembrava una frase bella da dire che potrebbe farle
piacere. Frase perfetta per la figlia perfetta. Ma non voleva ricominciare con
le bugie. Le faceva tanto bene d’essere così lontano da questa cittá, di
tutti, di lei. Ma non è venuta per dirgli questo. Aveva tra le dita il pezzo
di carta del laboratorio, bisognava soltanto leggere quel pezzo. Ma c'era
qualcosa che non gli permetteva di togliere la mano destra dalla tasca della
sua pesantissima giacca invernale, che stonava con l'estate romana. Fino ad
ora si era reso conto che non si era mai tolto quella mostruosità di giacca,
come se dovessi proteggere dal mondo quelle analisi. La giacca che proteggeva
il suo corpo di un pezzo di carta del miglior laboratorio di Perth. Devono
averla vista come una pazza all'aeroporto.
Anche tu mi sei mancata.
Había salido a buscar agua y no había vuelto. La imagen era idéntica a la de hace dos años. Él con sus shorts anchos llenos de bolsillos, la camiseta horrorosa de turista desteñida que habían comprado juntos en un viaje a Nueva York , su pelo rizado despelucado. En su mano derecha la regadera de plantas vacía. En su mano izquierda las llaves. Su frente repleta de pequeñas gotas de sudor, aquellas de las que no escapa nadie en aquellos veranos sofocantes de las ciudades grandes.
Tal como había sucedido hace dos años, ella se dio cuenta que él salía porque, como es bien sabido, la privacidad se paga caro, se mide en metros cuadrados y en número de puertas. Por lo que resulta una cosa inimaginable en los apartamentos que alguien con un salario mínimo pueda pagar en la mitad de Roma.
Seis horas después volvió con la misma pinta, con una cara reluciente y la regadera llena de agua. Sin decir nada regó una a una las plantas del apartamento con una rigurosidad religiosa y casi hipnotizante. A la vez resultaba profundamente absurda tanta parafernalia en ese espacio tan reducido y en una situación tan banal. Sólo cuando echó la última gota, empezó a hablar del clima, de los mosquitos, de política o de religión. Pero eso, repito, fue hace unos dos años y en ese entonces todo hacía parte de las excentricidades que ella adoraba sin entender. Las rarezas que lo hacían único. Pero el tiempo todo lo transforma.
Se volvió una costumbre. Cada vez que él quería regar realmente las plantas tenía que salir a buscar agua. No es que en su apartamento no tuviesen agua, ni más faltaba, pero el lavamanos y también lavaplatos eran tan pequeños que no les cabía la regadera de las plantas. ¿Por qué no hacerlo desde la ducha? Nunca osó preguntar, sabía o creía saber que cuando él se empeñaba en algo no había forma de hacerlo cambiar de opinión.
Así la rutina se volvió sagrada. Y la sacralidad llegaba con muchos silencios e incomprensiones. Las plantas cada vez más verdes, el apartamento cada vez más lleno de plantas.
Las hojas, los tallos, las raíces, empezaban a crear un microcosmos que atraía más mosquitos, abejas o arañas. Era un tejido verde que se convirtió en la armadura verde que escondía cada silencio incómodo, cada grito de frustración, cada choque diminuto. Un pequeño jardín del Edén que cualquier invitado elogiaría con sincera admiración (y hasta algo de celos), pero era el reflejo del abismo que los separaba. Como si el esplendor de la jungla contuviese el secreto de su inevitable separación. Aquel diminuto apartamento albergaba quizá el más hermoso invernadero en pleno centro de cemento y mármol. Y como cualquier maravilla, albergaba la más bella prueba de una infinita tragedia invisible a los ojos de los demás.
Hoy, en pleno verano salió a buscar agua y no volvió jamás. Sus shorts anchos llenos de bolsillos, la camiseta horrorosa de turista desteñida que habían comprado en un viaje a Nueva York , su pelo rizado despelucado, la regadera en una mano, y en la otra no había nada.
Las horas pasaban y aunque era imposible saber la hora exacta (la enredadora había invadido toda la pared). Era una evidencia que habían pasado más de seis horas. Y así ella, ahora ella diminuta en aquella jungla, se levantó e inició a buscarlo, para descubrir que sus cosas ya no estaban. Se había llevado su ropa y sus libros, hasta su sartén proferido.
¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Lloró.
Lloró, no, por él ni por ellos. Las plantas que morirían de sed.
21 de julio al mediodía. Le habían dicho y ella había subrayado tres veces esa fecha en su agenda. Miraba el reloj. 11:54. Seguro llegaría tarde. Seguro, eso era seguro.
Aceleró el paso, quien quita: de acá a allá quizá todos los semáforos estarían verdes. Y así, en medio de hipótesis improbables y excusas rebuscadas sus pensamientos atormentados encontraban una distracción.
38 grados dice el letrero de la farmacia. Su paso aceleraba, su aliento entrecortado y jadeante, y su memoria le decía que ya estaba volviendo al barrio. Los olores llegaban como bofetadas del pasado y el bar de la esquina había permanecido idéntico. Por un momento tuvo la sensación de que nunca se había ido. Acaso ¿sí lo había hecho? Tuvo entonces el profundo deseo de nunca haber llegado acá en primer lugar. De haber vivido otra vida o en otro cuerpo. De nunca dejar de ser una simple turista. De aquellas que llegaban con el simple objetivo de coleccionar fotos de monumentos que no recordaría, de calles que no sabría pronunciar, o de sabores que había visto en la televisión.
Y pensar que hay gente que no quiere ser turista. Que quiere experimentar la “vida auténtica” pero ¿es que no se dan cuenta que lo único auténtico es el dolor, la desesperación y los celos? Todo lo demás se construye a punta de cemento, gimnasio, lágrimas y a veces hasta de cirugías plásticas. Vaffanculo! Con esa estupidez de vivir una vida auténtica, auténtica de qué o para qué? Ahora lo único auténtico que tenía eran sus ampollas, la sed y ese nudo en la garganta que estaba cargando desde hace un par de días y bastantes kilómetros.
Pero la vida, inclemente como es, rápidamente le recordaría que no se vive como turista y lo que al inicio fue símbolo de libertad, se convirtió sin aviso en su jaula de cemento. Y aunque era un cemento o mármol trabajado en el rinascimento, barroco o manierismo, no dejaba de ser una jaula. Y de un sorbo bebió toda el agua de la botella.
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